lunes, 27 de agosto de 2007

ALGO NUEVO

Con una intensidad diferente, Octavio Ianni y Beatriz Sarlo se refieren a una sensación que comparten: un momento nuevo, en el que el mundo que les rodea ha dado un giro drástico que necesita reflexiones inmediatas. Han pasado pocos años desde la caída del muro de Berlín, cuando ambos abordan problemas identificando al derrumbe socialista como un factor importante en lo que empieza a suceder como expansión o florecimiento del capitalismo.
En La era del globalismo, Ianni refiere los cambios en individuos, sociedades y Estados nacionales. Hemos entrado en una era diferente, explica, marcada en todos los rincones del planeta por un amplio proceso de expansión capitalista, que tiene dos momentos de inflexión durante el siglo XX: el fin de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, y el desmembramiento de la Ex Unión Soviética y los países socialistas, a partir de la Perestroika y la caída del muro de Berlín en 1989.[1]
Para Ianni, el fenómeno se enmarca en un proceso de expansión capitalista, pero de características nuevas (la desaparición productiva de países comunistas y la apertura de sus mercados), y que debe ser observado modificando las herramientas que antes permitían describir las características del capitalismo. Las transformaciones en la ciudad, el campo, el trabajo, el capital y los estados nacionales, han cambiado los modos de ser, pensar, sentir, actuar e imaginar de los ciudadanos.
El modo de producción se ha modificado a partir de una nueva división transnacional del trabajo que ha desplazado al sistema fordista, y ha producido (en su búsqueda de mano de obra barata y la imposición de un sistema flexible), profundos efectos culturales.[2] El uso de las nuevas tecnologías de comunicación, el apoyo de las organizaciones internacionales para dar libertades de circulación a capital transnacional, la propia declinación de la figura de Estado-nación, y el acceso a los medios de comunicación han contribuido a diferentes formas de desterritorialización de la vida cotidiana de los individuos.
En las sociedades locales se han desarrollado instituciones y estructuras de poder globales que, sin prescindir de las entidades y estructuras nacionales o regionales, las combaten y apoyan en decisiones que le son funcionales. Estas instituciones llaman constantemente a desregularizar, desestatizar; buscan intervenir en políticas de tarifas y aranceles; y son en buena medida impulsadas por organizaciones como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y la Organización Mundial de Comercio (OMC). Los poderes mundiales y regionales cobran fuerza para imponer sus directrices a Estados nacionales que fueron reducidos al punto de perder fuerza operativa y capacidad de respuesta.[3]
El planeta es reconocido junto con la idea de humanidad. El mundo se vuelve para muchos un nicho ecológico que le concierne a todos. De la lucha ambiental surge el primer movimiento global. Surge también una conciencia de derechos mundiales que trascienden los ámbitos globales y nacionales. El planeta deja de ser astronómico, adquiere historicidad, se vuelve, por ejemplo, un espacio común (un nicho ecológico compartido), escribe Ianni.[4]
En un amplio proceso de homegeneización, se entrecruzan las ideas con que los pueblos se organizan: catolicismo, marxismo, evolucionismo, protestantismo, comunismo, positivismo, estructuralismo, neoliberalismo, teoría sistémica, socialdemocracia, militarismo, fascismo, etc. Se trata de una homogeneización marcada por la fragmentación, la integración y la diferenciación. Las propias perspectivas de autoafirmación, autoconciencia, emancipación o desalienación se ven enriquecidas y aceleradas por el contacto con el otro a través de la tecnología y de las migraciones.

En el ámbito de la globalización, cuando comienza a articularse una totalidad histórico-geográfica más amplia que las conocidas, se sacuden algunas realidades e interpretaciones que parecían sedimentadas. Se alternan los contrapuntos entre singular y universal, espacio y tiempo, presente y pasado, local y global, yo y el otro, nativo y extranjero, oriental y occidental, nacional y cosmopolita. A pesar de que todo parece seguir igual, todo cambia. El significado y la connotación de las cosas, personas e ideas se modifican, se critican, se transfiguran.[5]


En Escenas de la vida posmoderna, Sarlo no define este momento con la centralidad que lo hace Ianni, que lo aborda desde una perspectiva histórica. Sarlo apenas realiza indicaciones de contexto, pero ubica el derrumbe de la ex Unión Soviética y los países socialistas como el momento en el que el capitalismo inicia su tercera revolución científico-técnica[6]. En este momento es cuando, en Argentina, pero también en otros lugares de la “América del tercer mundo y Occidente”, se vive “el clima de lo que se llama posmodernidad”, como escribe Sarlo.[7]
Ianni identifica a la globalización con elementos de orden económico y esboza los aspectos en los que esas transformaciones impactan en los ciudadanos y las sociedades. Sarlo esboza la precaria situación material del país y sus ciudadanos, el crecimiento de las desigualdades. Pero su énfasis está en el terreno de lo simbólico. Construye un marco en donde queda claro que partimos de la aceptación de la marginalidad del tercer mundo, su carácter tributario, antes de ver cómo operan las transformaciones culturales que impactan en los ciudadanos y las sociedades.
En primer término, la aparición de un nuevo civismo:

Se nos informa que la ciudadanía se construye en el mercado, y en consecuencia que los shopping pueden ser vistos como los monumentos del nuevo civismo: ágora, templo y mercado, como en los foros de la vieja Italia romana. […] En los shoppings no podrá descubrirse, como en las galerías del siglo XIX una arqueología del capitalismo sino su realización misma.[8]

En este nuevo modelo de ciudadanía, es el ‘mercado’ quien funge repartiendo los símbolos de pertenencia. Los antiguos símbolos son eliminados, discutidos o relegados a roles serviles. El shopping, al sentarse de manera autónoma e indiferente en la ciudad, elimina la historia y los conflictos por los que una comunidad se explica. Es ahí donde Sarlo piensa que el shopping se vuelve proyecto semiótico del mercado en más de una dimensión. Por un lado funciona como artefacto adecuado a la hipótesis del ‘nomadismo contemporáneo’ (el que ha usado un shopping una vez, sabrá como usarlos en adelante); y por otro, como tablero de una ‘deriva desterritorializada’, con puntos de referencia universal que no requieren que sus intérpretes estén afincados en ninguna cultura previa o distinta de la del mercado. Así, produce una cultura extraterritorial, que como tal, genera modificaciones en los patrones de integración y segregación.[9]
Para Sarlo, esta producción semiótica otorgadora de civismo, tiene un dinamismo patente: “hoy no existe un territorio donde el mercado, en su imponente marea generalizadora, no esté plantando sus tiendas, escribe Sarlo.[10] Y si se vive un proceso de homogeneización cultural -en el sentido que le da Ianni-, se da, para Sarlo, como parte de un fenómeno en Occidente, de una pluralidad de ofertas, pero en un marco de pobreza de ideales colectivos.[11]
Por otro lado, se han constituido nuevos lazos relacionales: el ‘mercado’ se impone produciendo una nueva forma de consumo de objetos, que ocupa un simbolismo desconocido en el marco de desintegraciones de otros lazos, e instituciones reales y simbólicas. Un consumo que a la vez alimenta imaginariamente la nueva forma de ciudadanía. Según Sarlo,

Cuando ni la religión, ni las ideologías, ni los viejos lazos comunitarios, ni las relaciones modernas de sociedad pueden ofrecer una base de identificación ni un fundamento suficiente de valores, allí está el mercado, un espacio universal y libre, que nos da algo para reemplazar a los dioses desaparecidos. Los objetos son nuestros iconos cuando los otros iconos, aquellos que representaban alguna divinidad, muestran su impotencia simbólica: son nuestros iconos que pueden crear una comunidad imaginaria (la de los consumidores, cuyo libro sagrado es el adversiting, sus rituales el shopping spree, su templo los shopping-centers y la moda su código civil.[12]


Para Sarlo, también la televisión merece un análisis nuevo. No porque sea nueva como artefacto o que deba analizarse fuera de los proyectos democratistas de la industria cultural; sino porque ella ha establecido un funcionamiento de interrelación con el mercado. Especialmente a partir de haber establecido esos nuevos lazos interpersonales, en las grietas de las crisis institucionales, comunitarias y tradicionales; es decir, en las grietas del debilitamiento de la escuela, la incapacidad de respuesta de la política, el abandono de la religión, etc.

En la intemperie relacional de las grandes ciudades, la televisión promete comunidades imaginarias […]. Hay quienes piensan que el acto de compartir un aparato de televisión, instalado en el living o en la cocina como un tótem tecnológico, une con nuevos lazos a los que se sientan frente a la misma pantalla. Video-familias a las que el debilitamiento de las relaciones de autoridad, paternidad, filialidad tradicionales habría de arrojar al límite de la disolución, volverían a reunirse en el calor de la luz cromática.[13]

Quizás por ello Sarlo muestra la manera en que la televisión distribuye sus ilusiones de verdad, sus baratijas culturales, sus ideales y valores.[14] Pero creo que es cuando analiza la operación que se da en los jóvenes, donde Sarlo agrega un elemento que Ianni no contemplaba. Identifica un proceso que ha girado el interés por la infancia como categoría adecuada para las ilusiones de felicidad, para dar lugar a la juventud que garantiza un set de ilusiones, escribe Sarlo, en que puede incluirse la sexualidad, libre de las obligaciones de la vida adulta.[15]
El argumento va más allá de la descripción de la juventud como territorio en el que muchos quieren vivir indefinidamente, aunque esa sea una de las propuestas del ideal televisivo. Describe al mercado cortejando a los jóvenes al volverlos protagonistas de todos sus mitos, y ve que ellos a su vez son consumidores dilectos del fast food simbólico que se les prepara especialmente.[16]
Sarlo acude a la experiencia de niños y jóvenes en una sala de video juegos en Buenos Aires, para mostrar una operación de la industria cultural: proponer la sustitución de narraciones por peripecias. Analiza el espacio, los comportamientos según el sexo y las habilidades, y propone una clasificación de las máquinas y un análisis de su propio discurso. Identifica máquinas que considera clásicas y prehistóricas. Las primeras, las clásicas, producen sus propios héroes, subrayan que el secreto está en un límite nítido entre ciclos de peripecias y vacío de sentido narrativo. Las prehistóricas tienen referentes reales (como la carrera de autos); diferente a las clásicas (como el pacman), que ofrecen una realidad del mundo de la pantalla. Estas últimas son las que vale la pena analizar, porque en ellas, más que en las otras, no hay historias si no unidades discretas a cuyo término el jugador sabe, simplemente, si ha perdido o ha ganado. El video-game clásico, explica Sarlo, rechaza la narración: el suspenso depende de las cuentas de la máquina y la modificación de la pantalla. El jugador, escribe Sarlo, no comienza el juego para ver si este revela el desenlace de una ficción casi inexistente, sino para producir un desenlace ‘no ficcional’ en su duelo con la máquina. Los signos evocan y prueban que se puede tener un sistema de personajes sin tener historia. Igualmente, que puede haber acción sin narración en cada una de las unidades del juego, y que así no se necesita recordar la unidad anterior para pasar a la siguiente.[17]
En la propuesta discursiva del video-game (en la que se gana o se pierde, sin que medie una explicación del conflicto del que el suceso es parte), la narración y la historia se declaran obsoletas frente a los hechos, ante las peripecias. Sarlo ve que este fenómeno no se limita a los video-games, sino que ya se producen películas que son una suma de peripecias sin narración. Y advierte que allí puede estar una de las características de la producción de la industria cultural.

Carnaval de peripecias sin relato, propio de una época donde la experiencia del relato tiende a desaparecer […]. Como en el zapping televisivo, aquí hay algo de esa combinación de velocidad y borramiento, que bien podría ser el signo de una época.

Con estas nociones de velocidad y borramiento, que Sarlo ve en los video juegos o en la forma en que se asientan los shoppings, pueden volver a pensarse los argumentos de Ianni, acerca de la manera en que la industria cultural trabaja para construir una cultura global, un proceso civilizador, con enclaves civilizadores.
Enclaves civilizadores


Ianni se ocupa de la caracterización de las ciudades globales, para mostrar la manera en que la globalización encuentra operatividad real y simbólica. Para mostrar cómo se articula en ellas el trabajo, la distribución y el consumo, en un entramado y escala nuevos. Cómo se reproducen en ellas las resistencias, las fragmentaciones sociales y las ideas de los pueblos para la transformación de sus problemas (como el racismo, el desempleo estructural, las migraciones y las diversas intolerancias a la diversidad). Pero también, para señalar que desde las ciudades globales se emiten los mensajes de la industria cultural que buscan una mundialización de la cultura.
Si las ciudades son encrucijadas de la historia y la geografía nacionales, escribe Ianni, las ciudades globales se transforman en encrucijadas globales. Las ciudades globales no son iguales, algunas son grandes fábricas, otras concentran centros de decisión o se especializan en actividades artísticas.[18] Pero pueden reconocerse porque el mundo confluye en ellas, con sus diversidades, objetos, símbolos, culturas y personas; y con un modo de producción y de consumo. Ellas están interconectadas por medio de centros financieros y de poderes con capacidad de influir en decisiones estratégicas, y constituyen un sistema mundial de control de la producción y expansión del mercado.[19] En ellas, se toman decisiones que afectan otros sitios; en ellas el capitalismo crea bases de operaciones comerciales, enclaves tecnológicos que permanecen conectados con otras latitudes a través de las nuevas tecnologías de transmisión de datos.[20]
Las ciudades globales son el lugar del arte, y en ocasiones, la ciudad es el arte mismo, escribe Ianni. Cada una de estas ciudades globales tiene su rasgo, su símbolo, su monumento que la diferencia de las demás y la transforma en un hecho estético.[21] Las ciudades globales, eslabones de la sociedad global, se producen como condición y resultado de la globalización y de la expansión comercial del capitalismo.[22] En ellas aparecen con más claridad los contrastes del mundo: a ellas las migraciones y la pobreza extrema; la concentración de la riqueza y el modelo cosmopolita, escribe Ianni. Tokio, Hong Kong, Singapur, Nueva York, Los Ángeles, San Francisco, Miami, Ciudad de México, Sao Paulo, son exponentes.[23]
Varios fenómenos sociales se producen en las grandes ciudades del mundo. Uno de ellos es la formación de una subclase, fruto de migraciones y del desempleo estructural que se ha producido en la expansión del capitalismo. Nacen grupos en los que los problemas comunitarios se vuelven constantes.[24] Otro de ellos, es que en estas ciudades aparecen los efectos de la alienación de los individuos, y una gran parafernalia de formas de consumo que se presentan como necesarias para la soledad, como protección a los incesantes estímulos y mensajes (computadoras, equipos de música portátil, etc.). Ianni, que lo explica con la figura del nomadismo contemporáneo, advierte sobre el embotamiento afectivo; la pérdida de capacidad de respuesta de un individuo frente a otro; una forma de autismo social; la creciente dificultad para “diferenciar lo esencial de lo superfluo, la realidad de la ficción”. Con esta alienación nace una nueva forma de desinterés.[25]
La vida rural y sus valores son abandonados, escribe Ianni; en cambio, surge en la ciudad lo cosmopolita (el respeto y tolerancia a las diversidades y al medio ambiente, junto al derecho a la propiedad privada, en un marco de ilusiones igualitaristas).

Es en la ciudad en donde el individuo puede percibir claramente la ciudadanía, el cosmopolitismo, los horizontes de su universalidad. Allí puede apropiarse con más plenitud de que nunca de su individualidad y humanidad, precisamente porque allí se multiplican sus posibilidades de ser, actuar, sentir, pensar, imaginar. Éste es el contexto en el que se forma lo cosmopolita, en su multiplicidad polifónica.[26]

Es decir, a la internacionalización de procesos y a la diversificación de centros de poder, se le suman los impactos culturales. Ya se pueden percibir formas preliminares de un nuevo ethos de dimensión mundial, vinculados a la amplia identificación de los seres humanos como habitantes del mundo, cita Ianni a Norbert Elías.[27] Y ese nuevo ethos del ciudadano del “globo” (o cosmopolita) cuaja en el marco de la construcción de una “imaginaria” sociedad global apoyada en el mensaje de la industria cultural.
Quizá un análisis deba anclarse en el hecho de que esa “sociedad global”, siguiendo ese nuevo ethos -que ha tratado de definirse en torno a las ideas de globalización y posmodernidad-, haga lazos a partir de una ruptura (de proporción variable) con principios y valores de la “sociedad nacional”. Principalmente porque el grado de implicaciones de esta ruptura (con la que medirá su aprobación a políticas locales –la única sobre la que tiene opinión directa, además-) tendrá relación con el grado en que los valores de este ethos cosmpolita en temas de trascendencia política nacional, entren en colisión con valores constitucionales. Sarlo ejemplificará (aunque sin ponerlo en estos términos) sobre los impactos de la industria cultural sobre la política (en el marco del abandono de la educación, la reproducción y mantenimiento de espacios públicos y acceso irrestricto, y el del crecimiento de la desigualdad material y simbólica; es decir, en el marco de la reproducción de la ciudadanía nacional y las garantías y derechos constitucionales), y sobre las dificultades para recuperar el proyecto democratizador de una sociedad sin desigualdades.
Si las ciudades son enclaves geográficos e históricos de la nación, las ciudades globales son enclaves civilizadores del proyecto global. Y en ellas, una amplia población de empleados al servicio de empresas u organizaciones con un centro de decisión superior extra o supranacional, es parte actual de sus elites. Estos ciudadanos, funcionarios o gerentes, mandos altos y medios de organizaciones internacionales o empresas transnacionales forman los que Sarlo llama, los expertise.[28] Los ‘expertos’ son los encargados del funcionamiento de una parte del sistema productivo local (de variable impacto en las balanzas comerciales nacionales y de relativa influencia en grupos de prestaciones de servicios a los que están vinculados económicamente). Estos profesionales constituyen un sector bien pagado y organizado en instituciones internacionales o cámaras de sectores y subsectores, con un alto poder de influencia nacional. Su punto de vista, expresado en virtud de las políticas de las propias organizaciones a las que pertenecen, es influyente a en y través de los medios de comunicación. A través de este grupo las organizaciones internacionales cumplen con parte de su función: forman opinión (lo que quizá es parte de su programa), impulsan políticas globales de apertura, apoyan candidaturas políticas y ejecutivas nacionales e internacionales, hacen lobby ante autoridades nacionales, etc.

Sarlo también ve modificaciones en las ciudades. Como en la ciudad de Los Ángeles, en algunas grandes ciudades argentinas se ha producido una ruptura de orden urbanístico: se ha perdido el centro que suponía una organización económica, política y cultural. Y con él, la organización de la periferia, las identidades barriales, el conjunto de espacios de la vida comunitaria, que hoy han perdido su uso.[29] Una de las razones que explican este fenómeno está en la creación de nuevos espacios de abastecimiento, consumo y “recreación”: los shoppings centers.[30]
Sarlo analiza el shopping a partir de sus características, de su propuesta urbanística y arquitectónica, de su retórica mercantil, servicios y ordenamiento interno; pero también, según la relación que éste tiene con la ciudad: la ciudad no existe para el shopping, que ha sido construido para reemplazar la ciudad. Por eso el shopping olvida lo que le rodea.[31]
Las características del shopping, su extraterritorialidad, su idea del circuito comercial y la diversidad mundial de mercancías, deben analizarse desde un punto de vista pedagógico, desde su proyecto de futuro.

En el shopping puede descubrirse un “proyecto premonitorio del futuro”: shoppings cada vez más extensos que, como un barco factoría, no sea necesario abandonar nunca (así ya son algunos hoteles-shoppings-spa-centro cultural en Los Ángeles y, por supuesto, en Las Vegas). Aldeas-shopping, museos-shopping, bibliotecas-shopping, escuelas-shopping, hospitales-shopping.[32]

Ese proyecto de futuro del shopping, escribe Sarlo, necesita de una amnesia histórica para imponer un discurso de marcas y saberes, que no responden a ninguna tradición conocida porque vienen a imponer algo nuevo. Pero curiosamente, la pedagogía ejercida en la práctica del shopping es antiinstitucional en un momento de crisis institucional, en el que el espacio público está devaluado.

Contrastar al shopping con aquello que Ianni ve en las zonas francas o de libre comercio puede ser beneficioso. En éstas, Ianni ve pedagogía ejercida, pero sobre las fuerzas productivas locales, nacionales o internacionales. Las zonas francas invitan a los sectores empresariales a invertir en ellas (estén éstas cercanas o distantes) en condiciones legales diferentes a las del territorio político en que se asientan.
Para Ianni, estas zonas francas han sido promovidas como parte del amplio sistema de presión, inducción y orientación que organizaciones transnacionales como el FMI, el BM, la OMC, el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT) y el Banco Interamericano de Reconstrucción y Desarrollo (BIRD) han venido haciendo a los países subdesarrollados.[33] Estas organizaciones no sólo fueron decisivas en la aceleración de estos sistemas económicos regionales, sino que promovieron diversas formas intermedias en pos de facilitar la internacionalización del capital y la expansión económica del capitalismo.
En las zonas francas se promueve un modo de producción económica y un sistema de comercio libre de las responsabilidades fiscales nacionales, y del sistema de compensaciones y equilibrios que supone la organización política desde la ciudadanía. En ellas, es el capital el que adquiere ciudadanía y se torna el sujeto legal principal de ese nuevo modelo de Estado que promueve la organización de la zona franca. No hay otro proyecto público que el comercio libre, la eliminación de las fronteras y el precio bajo de producción y venta. En la zona franca se presenta el estado de cosas ideal para aquéllos que son llamados hoy como ‘inversionistas’. Estos son el rostro de estos nuevos ‘ciudadanos’, que son sostenidos ideológicamente en la industria cultural como un beneficio en sí mismo para las mayorías nacionales, que han sido abandonadas por la política (escuela, seguridad social, espacio público). La zona franca es, en sí misma, un modelo político y económico sin sector público.
Las zonas francas o de libre comercio que se propiciaron en los años neoliberales, escribe Ianni, muestran los contrapuntos entre nacionalismo y globalismo, que privilegian las libertades comerciales como principio. Son como un país dentro del país, con reglas diferentes a las que rigen al resto del territorio.

Pueden ser vistas como enclaves neoliberales inaugurando un nuevo estilo de organización de la producción, del trabajo, del comercio, de la importación y de la exportación. […] Funcionan como experimentos, o modelos, que pueden generalizarse a toda la nación. En realidad se insertan dinámicamente en el subsistema nacional induciéndolo a rearreglos, reorientaciones, dinamismos. Promueven la articulación dinámica de las fuerzas productivas locales, nacionales, regionales y mundiales. Pueden ser vistos como enclaves “civilizadores”, desafiando patrones tradicionales, arcaicos, obsoletos y otros de organización social y técnica de la producción, del trabajo, del comercio, de la productividad, de la rentabilidad, de la competitividad o de la racionalidad.[34]

Para Ianni, estas zonas de libre comercio (contemporáneas del abandono de los planes de los programas de industrialización por sustitución de importaciones que se llevaron a cabo en la región, y la adopción de un modelo de industrialización para la exportación), buscaron generar una nueva cultura.[35]

Para Sarlo, el shopping ejerce una pedagogía útil al mercado, porque educa para sus prácticas, para su funcionamiento (mantenimiento y reproducción). Para Ianni, la ciudad global y la zona franca ejercen una pedagogía útil a la expansión capitalista porque educan para sus prácticas, para su funcionamiento, como enclaves civilizadores.
Considerar a la ciudad, al shopping y las zonas francas como figuras de un proceso conjunto deja ver no sólo un ‘estado de cosas’, sino que este estado de cosas forma parte de un proceso que no parece tener afectada su continuidad. Esta continuidad de un proyecto diferente a los proyectos nacionales constitucionales, no parece (si ponemos el argumento de Sarlo a cerca del abandono de lo público, y de la reproducción de lo nacional) tener otro límite al propio crecimiento de la economía mundial. Particularmente porque cuando se producen estancamientos comerciales mundiales o locales, los Estados nacionales son presionados para reducir aún más los proyectos públicos que no sean afines a las estrategias económicas del mercado. Es decir, rutas y seguridad pública sí, pero educación y políticas democratizadoras reales, no.
No obstante, los shoppings, las zonas francas y las ciudades globales como enclaves de un proyecto de mercado, tienen en el discurso de los medios de comunicación y de la industria cultural un doble apoyo. Por un lado, en estos se ha dado una operación cívica que tiene un impacto en el funcionamiento democrático; la conformación y la operación (que incluye la difusión oportuna) de lo que hoy se llama ‘opinión pública’. Por otro, en estos puede verse un ataque hacia los símbolos y las operaciones de las ‘autoridades tradicionales’. Ellas encuentran, entre los resquicios del discurso de la industria cultural, un campo en el que representarse, en el que colocar un mensaje nacional, pero en inferioridad de condiciones.


Propósitos de la industria cultural
En el capítulo cuarto de Escenas de la vida posmoderna, Beatriz Sarlo se pregunta sobre la calidad de las producciones y las características del público y el poder de la industria cultural a lo largo de su existencia. Sobre la manera en que durante siglos se habían generado e instaurado los valores sociales; así como su actual traspaso a las lógicas del mercado.
Nunca, desde la invención de la imprenta, escribe Sarlo, se han publicado tantos libros por año, ni tantos diarios y revistas. “¿Estamos en el mejor de los mundos?” Es indudable que la industria cultural tiene un poder económico antes inimaginable, pero algo lleva a pensar que las producciones de la industria cultural deben ser evaluadas junto con su público, para establecer si la industria cultural era antes mejor, o si sus públicos eran mejores. Para Sarlo, estas son las preguntas que podrían subyacer a otras como, ¿por qué hoy no son posibles en la industria cinematográfica actual Ozu o John Ford? O ¿por qué tenemos la convicción de que ‘Cantando bajo la lluvia’ está muy lejos de ‘Fama’ o ‘Fiebre de sábado por la noche’? [36]
O si el argumento se invirtiera desde el punto de vista del público:

¿Qué permitía que Ford, Ozu, Hitchcock y Wyler fueran comprendidos por un público de masas, que consumía el cine más banal pero también ‘Río grande’ o ‘Historia de Tokio’? ¿Qué pasaba con la cultura de ese público? ¿Cuáles eran las condiciones dentro de las que Ozu o Ford no eran apenas tolerados marginalmente (uno en Japón, el otro en Estados Unidos), sino colocados en el centro de un sistema de producción y consagración?[37]

Para Sarlo, la respuesta debe buscarse en el hecho de que en ese momento no se había dado aún la implantación definitiva de la industria cultural sobre las formas culturales anteriores. Tampoco se habían dado la ampliación estratificada de públicos, ni en la separación de las vanguardias del campo del arte.
De todos modos, se pregunta Sarlo, cuál sería el sentido de preocuparse por un proceso que parece irreversible y que, además, presenta aspectos democráticos. Es cierto que la implantación de las industrias culturales tiene consecuencias igualadoras y erige un marco de hierro para lo que muchos se complacen el llamar una ‘cultura común’,[38] que bien puede rastrearse en ideales de la modernidad con una vocación universalista y su tendencia a exclusión de las diferencias.[39] Tras un análisis que pone a juicio el papel de la antropología y la sociología -pero sobre todo el de la sociología de la cultura que discutió el sentido de las reglas del arte-, Sarlo presenta la paradoja de cómo los ideales modernos son socavados por una de sus creaciones dilectas: la industria cultural.
Por odioso que parezca, escribe Sarlo, hay que partir del hecho de que en materia estética (o filosófica) los principios y los valores no dependían de la cantidad de adhesiones que un texto o un objeto atrajeran, que es más bien la lógica con que opera el mercado actual.

En lo que se refiere a los saberes (entre ellos, las “reglas del arte”) la modernidad podía ser liberal pero no democrática; incluso, podía no ser liberal en absoluto. Así, la desconfianza ante el “sentido común” atraviesa la historia de las concepciones de arte y de cultura. Por eso, la modernidad, cuando es sensible a la democracia, es pedagógica: el gusto de las mayorías debe ser educado, en la medida en que no hay espontaneidad cultural que asegure el juicio en materias estéticas. Lo mismo podría decirse de las más diversas variantes de pedagogía política.[40]

Para Sarlo, en este doble movimiento, la modernidad recibió un golpe inesperado. La propia industria cultural y el mercado, siguiendo la lógica de la expansión de públicos, minaron las bases de autoridad desde las que se pensaban los paradigmas estéticos. La nueva base, que responde a criterios no cualitativos de consumo, habría eliminado el sentido de los arbitrajes estéticos, y ahora que el paradigma pedagógico aparece en ruinas, no parece haber otro actor capaz de asignar valores más que el mercado.
La modernidad, argumenta Sarlo, impulsó tendencias antijerárquicas para enfrentar a posiciones adquiridas, y dispuso de la opinión pública en la separación de algunos saberes que interactuaban con el poder, la instauración de un tipo de organización política, en la que la democracia ya ni siquiera funciona como ideal.

La cuestión es bien complicada, pero no puede decirse que sea nueva. La crisis de la objetividad, la desaparición de “evidencias”, la inseguridad de los fundamentos, la disolución de creencias legitimistas, y su reemplazo por nuevas creencias antijerárquicas, son capítulos de un largo proceso nivelador que produjo, en política, la institucionalidad republicana, cierto tipo de populismo, el democratismo.[41]

Sarlo advierte la necesidad de detener a las expresiones celebratorias de la expansión de la industria cultural y el ‘dominio’ de la opinión pública, en tanto no se indique el hecho sospechoso de que se propone un igualitarismo, basado en la ampliación de la concentración económica. Tampoco le parece prudente celebrar la decadencia de los intelectuales si en su lugar son colocados gerentes de la propia industria cultural, que sostendrán la ilusión de libertades de consumo y de producción. Para Sarlo, en este proceso se instaura un absolutismo de nuevo tipo, basado en el relativismo y la neutralidad valorativa, que olvida que el mercado trabaja para sí, no para cumplir utopías igualitarias.[42] Y paradójicamente, que mientras desde la industria cultural se afirma la soberanía del público, se remachan los mojones que designan los territorios donde esa soberanía cree ejercerse.[43]
El relativismo valorativo, el sistema cuantitativo de asignación de valores, y el pacto entre el público y la industria cultural (especialmente con la televisión), tienen que analizarse en el marco del debilitamiento de la escuela pública y la crisis de las autoridades tradicionales (que mantenían y reproducían la organización nacional). Ahí existe una nueva confluencia con Ianni, quien explica la pérdida de poder de las autoridades nacionales ante las presiones de organizaciones internacionales para reproducir algunos elementos de la cultura nacional. La mirada de ambos autores parece mostrar la articulación entre el proyecto del capitalismo en expansión de formar mercados ‘globales’ en un marco de debilidades (o disoluciones) nacionales, y el proyecto de una cultura común que es llevado a cabo por la industria cultural.
Desde este cruce de argumentaciones puede verse un sentido o cierta funcionalidad de algunas operaciones de la industria cultural aplicadas en los años noventa. Uno de ellos, la sustitución de la noción de ‘ciudadano’ (cuyo libro sagrado son las constituciones nacionales) por la noción de público, expresada en la idea de ‘opinión pública’ (cuyo libro se escribe diariamente con encuestas organizadas y difundidas por los medios de comunicación). Los medios de comunicación (que tuvieron con la idea y la constitución de una ‘prensa libre’, un efecto democratizador) siempre estuvieron cuestionados con la sospecha –según Sarlo hoy abandonada- de que había sectores que los utilizaban para manipular la opinión de los ‘ciudadanos’ sobre temas de orientación política. Ahora presentan una doble ilusión: a la primera (la de representar una más o menos permanente ‘voz común’), se le suman al aparecer manifestaciones contrarias a principios nacionales elementales (que afectan por ejemplo la reproducción de la nación y sus principios constitucionales: la escuela, las garantías individuales, o algunos otros proyectos públicos democratizadores) a partir de un sentido común basado en la idea de público (televidente, radioescucha) que viene a sobreimprimirse en la noción de ‘ciudadano’.
Ianni y Sarlo dejan abierta la pregunta de si la industria cultural posee un poder en la construcción de los poderes políticos (que administra con la noción de ‘público’), ¿qué posibilidades tienen proyectos políticos nacionales que, basados en idearios constitucionales, sean contrarios a las libertades y ganancias de una industria cultural, cuyos intereses representan el capital que los sostiene con sus anuncios?
Otro de estos mecanismos gira alrededor de la reproducción de la vida comunitaria, de la construcción del pasado, la transmisión de valores, conocimiento o tradiciones, en la que ahora se suma la interferencia organizada de los formatos televisivos, de la industria cultural y el mercado. La cultura común (ese ideal moderno que se expresó de tantas maneras) tiene, en el momento en el que la industria cultural quedó en manos de la lógica de ganancias y beneficios (y al margen de las reglas y valores del arte), en el momento en que la globalización del capitalismo entró en un nuevo ciclo, una dirección. Y un nuevo modo de transmisión, en el que la historia global se imprime (especialmente en los jóvenes que la escuela ha abandonado) con un mensaje propio.
Esto quizá no sirva para pensar en un programa preciso de la industria cultural, sino para pensar los límites de un programa amplio que ha logrado incluir opiniones diversas y contrarias al capitalismo de mercado (en el imperio de un relativismo valorativo en un formato que, como escribe Ianni, permite también mostrar una masacre como un videoclip). Estos límites surgen del hecho de que la industria cultural y los medios de comunicación que responden a un capitalismo en proceso de transnacionalización, combatirán por principio y donde puedan, todo aquello que reivindique en cada nación un ideario socialista. Pensar los límites de lo aceptado tiene sentido porque en esos límites aparece la política. Digo esto hoy, que existe un enfrentamiento patente entre varios presidentes sudamericanos y grupos sociales progresistas, con los medios de comunicación en sus países; ya sea por buscar recortar privilegios de grandes empresarios, por impulsar reconstrucciones nacionales revirtiendo procesos de privatización de empresas nacionales, por fortalecer económica y políticamente a sus Estados, por promover políticas contrarias a los intereses expresados por las organizaciones internacionales, o en suma, por buscar detener el proceso de pauperización social de las políticas neoliberales.


Televisión y política
Se trata de repensar el debilitamiento institucional y las dificultades para reimpulsar, en condiciones adversas, proyectos de carácter nacional. Para Sarlo, la industria cultural tiene efectos en las instituciones y en los Estados, a partir de promover en su público una absoluta desconfianza por autoridades, que no pueden responder a la manera que la televisión le ha enseñado a su público. Sarlo lo advierte, y por ello analiza el registro directo televisivo como una manera de explicar la relación que la televisión y su público establecen con la política.[44]
El registro directo, que se ha vuelto característico de la televisión genera en el público la ilusión de que aquello que ve es lo que es, en el mismo momento en que lo ve: “veo lo que va siendo y no lo que ya fue”: las cosas como son, no como fueron.[45] El registro directo, ampliado a la mayoría de los formatos televisivos, se asienta sobre otra ilusión, haber eliminado el problema de la manipulación. Incluso gracias al hecho de que las manipulaciones son partes del propio discurso, y de que ésta, la televisión, no tiene problemas en mostrar la manera en que manipula sus discursos.[46]
El contrato del público con la televisión se ha asentado en las idea de transparencia, tiempo real y ausencia de jerarquías. A la televisión puede acudir cualquiera; cualquiera puede hablar con sus “estrellas”; ella responde allí donde la política y sus procesos no. La política ha sido afectada por este pacto, que se presenta cada vez que acude a la televisión para legitimarse ante la ciudadanía o a buscar reproducirse. Parece claro que las posibilidades de los políticos sin la televisión son escasas y mucho más si es contra la televisión.
Allí, escribe Sarlo, los políticos han adoptado pautas de ese discurso ajeno. Ritmos y estilos de argumentación se han visto alterados por la práctica televisiva. Además, la televisión establece nuevas formas y modos en que los televidentes (uno de los rostros públicos del ciudadano) deben entender la política; y también la nueva forma en que los políticos se enfrentan a los ciudadanos (considerándolos como público y no como ciudadanos).
Los políticos, que necesitan a la televisión para buscar ser elegidos, pelean por un espacio en ella. Y estarán en ella siempre y cuando no estén contra de ella, ni en contra de principios ni intereses (como la propiedad privada, por ejemplo) allí representados. A partir de esta aceptación es que debe analizarse que ella haya propuesto un escenario en el que si no sirve para elegir a los contrincantes, al menos sí para establecer reglas que permitan confinar ciertas alternativas políticas allí donde son útiles para dar una idea de tolerancia y diversidad en un sistema excluyente.

Sobre lo primero escribe Sarlo:

Los políticos, por ejemplo, buscan construir su máscara según esa lógica y, en consecuencia, memorizar líneas de diálogo, gestualidades, ritmos verbales; deben ser expertos en las transiciones rápidas, los cambios de velocidad y de dirección para evitar el tedio de la audiencia. La destreza del político televisivo se aprende en la escuela audiovisual que emite certificados de carisma electrónico.[47]

Pero es para abordar el segundo problema cuando Sarlo se extiende, quizás interesada en lo que llama ‘un deseo anticultural de la televisión’: ser una sociedad cuyas relaciones sean perceptibles inmediatamente por todos sus integrantes, donde la comunicación sea sencilla y directa, donde no parezcan oscuros o artificiosos los mecanismos de las instituciones. Es necesario analizar a la política como una de las instituciones que sufrió especialmente el impacto de un medio que pone en duda todo aquello que no puede poner ante cámaras, aquello que no se vuelve comprensible desde el otro lado de la pantalla.
Como ejemplo, Sarlo refiere a la creación de un personaje femenino en la televisión argentina, que le parece sintetiza hasta la exageración hiperrealista este deseo: doña Rosa.[48]

A doña Rosa no le importa cómo se alcanzan sus objetivos: no le importa que otros padezcan como consecuencia de la atención de sus reclamos; no le importan los valores en juego, excepto cuando coinciden con la moral miniaturizada que profesa. Por eso doña Rosa niega la política que, precisamente, puede oponerse a este primitivismo darwiniano, propio de quien está en condiciones de sustentar con más fuerza y persistencia sus derechos (o lo que considera sus derechos). Para doña Rosa la política deliberativa-institucional es un obstáculo y no un medio. Por eso ataca a los políticos, desconfiando no sólo de ellos, de sus intenciones sino, más radicalmente, de su existencia misma. […] Según ella, es ilegítimo cualquier sistema que no ponga en primer lugar la realización de lo que considera sus derechos individuales indiscutibles. Doña Rosa tiene una relación brutal con el Estado y las instituciones. Piensa que el hecho de pagar impuestos la faculta para ser juez de asignaciones de partidas del presupuesto nacional, […] no por pertenecer a la comunidad nacional sino en su carácter de fuente de recaudación […]. Su idea de la ciudadanía está vinculada más a lo económico que a lo civil y político.[49]

La política es, para el sentido común del televidente (que encarna la doña Rosa de Sarlo), un estorbo; no un mecanismo para alcanzar objetivos comunes. En esta operación, escribe Sarlo, el ‘público’ sustituye al ‘ciudadano’, y doña Rosa organiza su sentido común tomando distancia de los derechos civiles (nacionales o constitucionales, si se quiere); a partir de la cristalización siempre difusa de la opinión pública en manos de un actor, que por sobre todos los actores, goza de una credibilidad basada en la manera en que produce su discurso.
La televisión no solo habría impactado en la política para modificarla, sino para establecer un control en ella. La televisión no sólo establece normas y pautas para la organización del discurso político, sino muchas veces, también los temas. Es, además, un lugar desde el que cuestionará el accionar de la política, que no será desde las reglas y normas de ciudadanía tradicional, sino desde una ‘ciudadanía nueva’, que los medios y el mercado –recordemos el análisis de los shoppings- han ayudado a construir. Esta ciudadanía tiene nuevas ideas de lo común, distintas al menos de aquellas que quedaron asentadas en las letras constitucionales.
Pero si Ianni apunta que la industria cultural busca consolidar una cultura global (mientras que son las organizaciones multilaterales y el entramado político de las grandes empresas de capital internacional y transnacionales, las que presionan a los gobiernos por tomar decisiones a favor de sus intereses), Sarlo apunta a que, dadas las características de la industria cultural, ésta también actúa corroyendo a los políticos y a las autoridades institucionales. Vista a contraluz de Ianni, Sarlo aporta elementos para pensar el deterioro del poder político (sobre todo para llevar adelante políticas inconvenientes para los intereses del gran capital que encuentran su representación en los medios de comunicación a través de los anunciantes). ¿Y por qué leerlo así? Porque entonces Ianni, a contraluz de Sarlo, aporta elementos para pensar a los medios (a la televisión que mina autoridades) a partir de intereses del capital en este momento de expansión: la industria cultural y su trabajo en la construcción de una cultura global y el debilitamiento de la política del bien común. Por ello es que la industria cultural tendrá intereses en contra de los poderes y programas de organizaciones que impulsen políticas nacionales anticapitalistas.
Así, en este marco deben verse los discursos que se ha ocupado de imponer la televisión en países como México, Argentina o Brasil sobre: ‘el beneficio de la inversión privada’, la ‘reforma del Estado’, la propia globalización como marco normativo de ‘nuevas’ e ‘indiscutibles’ conductas, o el reto general de ‘atraer la inversión extranjera’. Sarlo permite ver la tenaza que los medios hacen con las organizaciones internacionales que han buscado minar la capacidad programática de las autoridades nacionales. Ianni le aporta a la argumentación de Sarlo la óptica del proyecto global para ver en el ataque a la política desde sus medios de comunicación locales, intereses de lucro capitalistas en un momento de transnacionalización.
Estoy queriendo señalar un límite de acción, de tolerancia de los mass media con la política en general. La industria cultural pondrá su propio énfasis en defender intereses locales (al fin, sus anunciantes tienen mercados e intereses locales), pero el ataque, escribe Sarlo, es a la política como mecanismo.
Quizá los enfrentamientos mencionados en el capítulo anterior, entre sectores progresistas y presidentes latinoamericanos con sectores importantes de los medios de comunicación de sus países, deban ser leídos con estos elementos. Me refiero a los que han sostenido en los últimos dos años los presidentes de Argentina, Bolivia, Brasil y Venezuela, con estos sectores de los medios que en muchos casos asientan su poderío en una situación monopólica (por supuesto a este grupo debemos agregar la crisis mexicana producida a raíz de la elección presidencial del año 2006). Los mass media pueden salir a defender a la misma política, si algún sector llegado al poder (o a punto de llegar a él) ataca (o promete atacar) los intereses que estos representan. En estos casos, su defensa consistirá en aliarse con grupos nacionales de intereses afines; aunque eso significara detener por un instante el ataque a la política como sistema.

[1] Ianni, La era del globalismo, pp. 12, 19, 155-156.
[2] Ibid., Sobre los cambios en el trabajo, ver, pp. 13 y 104-126.
[3] Idem, pp. 17-20.
[4] Idem, pp. 21-24.
[5] Idem, pp. 30-31.
[6] Sarlo, Escenas de la vida posmoderna, p. 173.
[7] Ibid., p. 7.
[8] Idem, p. 18
[9] Idem, pp. 19-20. Sarlo ve funcionar al shopping, curiosamente, como un espacio de aceptación de culturas plebeyas, con hábitos que en otros espacios no se toleraban. Sobre el nomadismo hablaré más adelante.
[10] Idem, p. 31.
[11] Idem, p. 9.
[12] Idem, p. 29.
[13] Idem, p. 82.
[14] Idem. Sarlo analiza en el subcapítulo denominado Registro directo, las fortalezas y debilidades del lenguaje televisivo, así como los pactos en que se basa el contrato de la televisión con su público. Enfatiza además, sobre como la televisión se interpone, primero como mediador y luego como sucedáneo, de las instituciones de gobierno.
[15] Idem, p. 40.
[16] Idem, pp. 41-43.
[17] Idem, pp. 51-54.
[18] Ianni, La era del globalismo, p. 49
[19] Ibid., p.48.
[20] Idem, p. 49.
[21] Idem, p. 63.
[22] Idem, p. 50.
[23] Idem, p. 48-49.
[24] Idem, p. 53-54.
[25] Idem, p. 57.
[26] Idem, p. 60.
[27] Ibid.
[28] En rigor, Sarlo usa esta idea cuando trata su lugar en los espacios en que se esperaba hubiera intelectuales. Pero la noción del ‘experto’, como aquél que conoce su ‘porción de la realidad’, y que, como escribe Sarlo, ‘no es responsable’ de lo que su actuar provoque en términos sociales, puedes ser utilizado en general en relación esos mandos altos y medios. Sarlo, Escenas de la vida posmoderna, pp. 175 y ss.
[29] Ibid., pp. 13-14.
[30] Idem., pp. 14-15.
[31] Idem, p. 17.
[32] Idem, p. 18.
[33] Ianni, La era del globalismo, p 91.
[34] Ibid., 91-92.
[35] Idem., p. 92.
[36] Sarlo, Escenas de la vida posmoderna, pp. 129-130.
[37] Ibid., p. 131.
[38] Idem, p. 131.
[39] Idem, p. 156.
[40] Idem, p. 157
[41] Idem, p. 161.
[42] Idem, p. 162.
[43] Idem, p. 165.
[44] Idem, pp. 71-90.
[45] Idem, p. 74
[46] Idem, p. 94
[47] Idem, p. 69.
[48] Sarlo no abunda sobre el origen del personaje, al que se refiere con el nombre de ‘Doña Rosa’. Se trata de un personaje retórico, creado por Bernardo Neustadt, uno de los periodistas políticos de la televisión argentina en los años setenta y ochenta. Aquel periodista utilizaba a Doña Rosa como metáfora del ‘hombre común’, del sentido ‘común’ de la audiencia, y la hacía aparecer en frases y preguntas que hacían suponer que no había otra ideología que el sentimiento de una mayoría incuestionable.
[49] Idem, p. 87-88.

No hay comentarios: